¿Quién esculpe hoy? ¿El ser humano o el código?

Un animado debate entre cinceles y brazos robóticos, entre el alma del taller y el silencio de la máquina. En Pietrasanta, la escultura enfrenta su encrucijada: ¿puede el arte sobrevivir sin el gesto?

En Pietrasanta, entre el polvo de mármol y bloques milenarios, se está gestando una metamorfosis silenciosa. O quizás un conflicto. Un desafío entre el ser humano y la máquina, entre el taller artesanal y el laboratorio automatizado. En el centro del debate: la robotización de la escultura.

Durante el encuentro «Human Connections», promovido por el escultor Filippo Tincolini, la cuestión se volvió candente. Artistas, artesanos y tecnólogos se enfrentaron en torno a un interrogante que hace tiempo dejó de ser meramente técnico: ¿cuándo una obra realizada por un brazo robótico puede seguir considerándose arte?

Vivimos una época en la que la perfección de la automatización desafía la imperfección creativa del ser humano. La máquina talla, pule, copia. ¿Pero interpreta?

Plinio el Viejo (Naturalis Historia, libro XXXV) nos relata el célebre duelo entre Zeuxis y Parrasio, dos renombrados pintores de la Grecia del siglo V a.C. Zeuxis, famoso por su realismo pictórico, pintó un racimo de uvas tan verosímil que logró engañar incluso a los pájaros, que intentaban picotear los frutos. Parrasio, su rival, respondió mostrando una cortina pintada con tal maestría que el mismo Zeuxis, tratando de descorrerla, cayó en la trampa. Uno engaña a los animales; el otro, al propio artista. Parrasio triunfa no por la fidelidad de su representación, sino por haber burlado la mirada experta. La ilusión, en arte, alcanza su plenitud cuando supera el engaño ingenuo y provoca a la inteligencia. Hoy, quien engaña al ojo es la máquina. Pero la pregunta persiste: ¿podemos reducir el arte a una sofisticada trampa perceptiva?

Platón (ca. 428/427–348/347 a.C.), en La República (Libro X, ca. 380 a.C.), condena el arte como copia de una copia. Sin embargo, en el Timeo (ca. 360 a.C.) introduce la figura del demiurgo, el artesano cósmico. El artista, como el demiurgo, transforma la materia inspirado por un orden invisible, un reflejo imperfecto del mundo de las Ideas. Para Platón, el mundo sensible no es más que una pálida sombra de la realidad ideal, que es eterna y perfecta. Así, el artista, al imitar la naturaleza, no hace sino producir una copia de una copia: una imagen aún más alejada de la verdad. Desde esta perspectiva, el arte despierta sospechas, pues distrae al alma de la contemplación de la Idea pura. La máquina, en cambio, ejecuta. No conoce el fracaso ni el riesgo.

Massimo Cacciari recordó, durante una lectio magistralis en el Festival de Filosofía sobre las Artes celebrado en Sassuolo en 2017, cómo después de Duchamp (1887–1968) el arte abandonó la inmediatez sensible para convertirse en concepto. «Fountain» (1917), el célebre urinario invertido y expuesto como obra de arte, no representa: interpela.

La escultura robótica corre el riesgo de invertir ese camino: de la pregunta al producto. Allí donde Duchamp había abierto una fisura conceptual, hoy se perfila el peligro de un regreso al objeto bien hecho, impecable pero mudo, perfecto pero carente de voz: un simulacro, un tótem pulido, incapaz de interpelar nuestro tiempo.

Durante una visita a un taller de mármol en Pietrasanta, alguien me dijo: “La piedra responde, el robot no”. Una frase sencilla, pero radical. Allí, entre cinceles desgastados y martillos neumáticos, se percibe la distancia entre un gesto vivo y uno programado. Para el artesano, la materia no es solo resistencia: es diálogo. El robot, en cambio, trabaja en silencio. No se equivoca. Y no escucha.

En el distrito apuo-versiliese, el malestar de los artesanos es palpable. La introducción de los robots no representa únicamente un problema económico, sino una crisis de identidad. El “saber hacer” corre el riesgo de convertirse en “saber programar”. Y el gesto, que encierra tanto el error como la intuición, se desvanece.

Pietrasanta entre dos visiones

Filippo Tincolini propone una vía intermedia: el robot como herramienta, el ser humano como acabado y sentido. Sin embargo, Giacomo Massari, CEO de Litix, declaró que en Estados Unidos los robots realizan el 99% del trabajo. El colectivo de artistas “Due Laghi” respondió con dureza, evocando el peligro de convertir la ciudad en una Disneylandia de la escultura [véase La Nazione, domingo 20 de abril de 2025].

El escultor Massimo Galleni sugiere, en cambio, establecer un umbral: reservar a la máquina solo el desbaste inicial, dejando a la mano humana entre el 40 y el 50% de la obra [véase La Nazione, 24 de abril de 2025]. Pero, ¿será suficiente este porcentaje para salvar el alma del hacer?

El paso de la mano al brazo robótico recuerda el tránsito de la pintura a la fotografía, o del piano al sintetizador. Cada revolución ha supuesto una pérdida: el riesgo, el error, la unicidad. La belleza sin riesgo se convierte en producto. Y el producto, por definición, es repetible.

¿Puede una obra creada por una máquina impresionar, pero también emocionar? La emoción, en el arte, no nace de la perfección, sino del reconocimiento de una humanidad compartida.

Como ya escribía Immanuel Kant (1724–1804) en su Crítica del juicio (1790), el juicio estético auténtico surge de un placer desinteresado, de una experiencia que no busca el beneficio ni la posesión, sino la contemplación pura. En este sentido, lo que emociona no es la perfección técnica, sino la capacidad de la obra para abrir una brecha en la sensibilidad, para “hacerse sentir” sin necesidad de servir.

¿El público permanece como espectador o se convierte en consumidor? Si la obra es concebida como un producto para ser distribuido, el espectador deviene cliente, y la experiencia estética se reduce a un consumo visual. Donde falta el temblor del gesto —ese trazo imperceptible que revela la vacilación, la intuición, la imperfección creativa—, falta también el estremecimiento del contacto: ese momento en que la obra nos mira, nos interpela, nos expone a nuestra propia fragilidad.

Como subraya Vittorio Sgarbi, el arte no es preferencia ni placer: es conocimiento, es anticipación. Se necesita una crítica que no juzgue por gusto, sino por sentido. Una crítica capaz de reconocer dónde termina la imitación y dónde comienza el pensamiento.

Conclusión

La cuestión no es prohibir la máquina, sino elegir cómo y cuándo utilizarla. Y de aquí nace una pregunta inevitable: ¿qué hace que una obra sea hoy “bella” o “necesaria”? En una época en la que el gesto se delega al código, donde la forma puede ser replicada y la materia moldeada por algoritmos, el concepto de belleza vuelve a hundir sus raíces no en la eficacia técnica, sino en la capacidad de generar una ruptura, una resistencia, un pensamiento.

Una obra es necesaria cuando nos expone, cuando nos desarma, cuando nos obliga a ver lo invisible en lo visible. Todo lo demás es decoración, ornamento o simulacro.

Solo el ser humano conoce el error fecundo. Solo el ser humano puede equivocarse con gracia. Y quizá sea de ese error —frágil, poético, irrepetible— de donde el arte vuelve a nacer, una y otra vez.


¹ Massimo Cacciari, Fin de l’arte, Festival de Filosofía sobre las Artes, Sassuolo, 2017.

² Vittorio Sgarbi, Qué es el arte y El placer del conocimiento, extractos de intervenciones críticas recogidas en documentos de archivo, 2024.

³ Immanuel Kant, Crítica del juicio (1790); G.W.F. Hegel, Lecciones de estética (publicadas póstumamente entre 1835 y 1838).


Postfacio: Pietrasanta 2050, crónica imaginaria de un futuro esculpido

En 2050, Pietrasanta es un lugar donde las fundiciones históricas se han convertido en centros de procesamiento de datos. Los bloques de mármol llegan ya preanalizados por drones geológicos y son esculpidos por brazos robóticos en silenciosas salas blancas, con temperatura controlada. Nadie pule a mano: el software corrige automáticamente las imperfecciones. El último taller artesanal cerró en 2043.

En los escaparates, esculturas perfectas reproducen cuerpos intemporales, pero sin historia. Los turistas se toman selfis. Pocos saben que cada obra es una copia generada por una red neuronal entrenada sobre cinco siglos de arte europeo. Ya nadie firma: el autor es el algoritmo — un algoritmo construido sobre una red neuronal convolucional (CNN) que aplica interpolaciones estilísticas entre vectores latentes obtenidos de bases de datos de imágenes escultóricas, y optimizado según una función de pérdida [ L = ||I_{output} – I_{target}||² + αR(W) ], donde R es un término de regularización y α un coeficiente de control. Capaz de fusionar modelos formales desde Miguel Ángel hasta Kapoor, sin haber tocado jamás un bloque de mármol.

Y sin embargo, en un callejón no muy lejos de la plaza, una joven artista ha instalado su taller en una antigua central eléctrica. Trabaja solo con restos de mármol y cinceles oxidados. Expone obras que parecen erróneas, incompletas. De vez en cuando, alguien se detiene. No entiende de inmediato. Pero se queda.

Quizá sea allí donde, contra todo pronóstico, el arte vuelve a comenzar.

Este artículo ha sido traducido automáticamente del italiano. El texto original refleja el pensamiento del autor; se ruega tener en cuenta posibles diferencias lingüísticas en la traducción.

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